-Nuestros maridos se iban a la guerra y no sabíamos
si iban a volver. Vos llorás a mares cada vez que tu novio se va preso. Llorás
por poca cosa. Levantate y hacé algo.
No era la primera
vez que Cristina escuchaba ese regaño. Al principio, cada vez que desaparecía
Justo, se tendía en los brazos de su mamá, aun sabiendo que escucharía palabras
recias. Pero, las últimas veces, ya cansada de no encontrar consuelo en
Cristina madre y hasta un poco avergonzada de su tonta tristeza, se encerraba
en su cuarto. Arrugaba la cara, cerraba tensamente los ojos, respiraba hondo y,
cada vez que estaba a punto de emitir un sonido, apretaba su rosario y contenía
la voz. No, no evitaba llorar; lloraba, pero el tiempo le había dado la
extraordinaria habilidad de hacerlo en silencio. Del mismo modo, Cristina madre
había adquirido la capacidad de oír lo insonoro. Y ese día, cuando vio que
Cristina entraba en el cuarto, lo supo: Justito había desaparecido otra vez. Se
preocupó, como siempre, pero su deber era mantener la compostura y enseñarle a
Cristinita a ser fuerte. Así que hizo lo habitual: abrió la puerta del
dormitorio abruptamente y, desde lejos, como quien teme quebrarse ante la
imagen de un ser indefenso, pronunció las palabras de costumbre; pero en esta
ocasión, había agregado la orden: “Levantate y hacé algo”.
“Hacé algo”. ¿Hacer
qué? ¿Derrocar al gobierno? ¿Enfrentarse a la policía? ¿Cuáles eran las
posibilidades de lograr lo que quería? No era nadie. ¿Buscar ayuda de sus
amigos? ¿Intentar hacer algo juntos? No eran nadie. Sin embargo, aun consciente
de su impotencia, Cristinita decidió someterse a la autoridad de su madre. Se
levantó y dijo: “Voy a caminar. Vuelvo en una hora”. Cristina madre, un poco
sorprendida pero satisfecha, asintió.
Eran las nueve de
la mañana. Cristina acompañaba el movimiento agitado de la ciudad con sus pasos.
“No es como la primera vez. Sabemos dónde está”, se consolaba. Recordó el mes
de noviembre del año anterior: treinta días sin saber el paradero de Justo.
“Pensar que evitaba imaginar que podía estar muerto. Todos sabíamos que era una
posibilidad, pero nadie la mencionaba, como si así evitáramos que sucediera lo
peor”. Aquel noviembre, Cristina había recorrido oficinas públicas, comisarías,
casas de amigos y parientes para encontrar pistas, atar cabos y llegar a Justo,
pero sólo consiguió muecas de indiferencia, miradas de sospecha, suspiros
compasivos y algún que otro comentario de la última vez que alguien había visto
a su novio. Mientras caminaba, se acordaba de cómo había logrado llegar a él luego
de un mes de recorridos frustrantes: la había llamado a su oficina la hermana
Juana, la celadora del colegio en el que trabajaba de maestra, para darle una
esperanza: “Cristinita, me llamó esta mañana el Monseñor Giménez, me dijo que
vayamos a verlo esta tarde, que él tiene información sobre Justo”. La tenía, sabía
quién sabía dónde estaba: el comisario Pérez. El monseñor las acompañaría a su
oficina.
“Por
precaución”: las palabras le sonaban en el oído como si las estuviera volviendo
a escuchar. Mientras caminaba, Cristina revivía aquella visita a la oficina del
uniformado Pérez. Recordaba que su gorra le tapaba la cara; no dejaba ver que
la presencia del monseñor le causaba incomodidad. Tenía las manos sobre su escritorio,
entrelazados los dedos. Debajo del vidrio había una imagen de la virgen y de
dos santos que Cristina no pudo distinguir. Cada vez que hablaba, inclinaba la
espalda hacia delante, dejándoles ver a ella y al monseñor la totalidad del
retrato en la pared. “El señor Prieto, monseñor, está en Investigaciones hace
unos días”. “¿Por qué? ¿Qué hizo, comisario?”. “Está ahí por precaución,
señorita”. Unos días después de ese encuentro, Justo salió de la cárcel y poco
o nada habló de su primera estadía allí.
***
Cristina había
estado ahorrando para hacerle un regalo de cumpleaños a Justo. No sabía muy
bien qué compraría, pero tenía algunas ideas: libros, para demostrarle que le
gustaba que fuera culto; gemelos o corbatas, para darle a entender que nadie
los llevaba mejor que él y que no había nadie mejor que ella para elegirlos…
Pero el día en que la mamá de Justo la llamó para contarle que su hijo estaba
en Investigaciones nuevamente, Cristina se dio cuenta de que lo que más le
gustaba de Justo eran sus convicciones y su manera de pensar: tan lógica pero
tan humana, tan esquemática pero tan cerca de la realidad. Así que ni bien
Cristina madre le ordenó que se levantara e hiciera algo, Cristina se dirigió a
Artaza, donde compró en cuotas el regalo de Justo. Era una radio Braun, gris y
alargada: diseño moderno. Aquel aparato lo mantendría al tanto de lo que
ocurría en el país y los esfuerzos del gobierno por mantenerlo aislado no
funcionarían del todo, porque él tenía una novia como ella. Si bien no podía
vencer a los pyragues ni al gobierno
autoritario, Cristina pensaba que podía hacer eso: acompañar a Justo en su
oposición culta y elegante no solo con finura sino con convicción y, sobre
todo, con incondicionalidad. ¿Incondicional el amor? El suyo lo era, porque los
principios de Justo, razón por la que ella lo amaba, eran inquebrantables.
Además, su fidelidad era su antídoto contra el odio, porque, a pesar de todo lo
sufrido, Cristina no quería odiar. “Amar al enemigo”, se repetía a sí misma…
¡pero se le hacía tan difícil en esas circunstancias!
Faltaban unos días
para el cumpleaños de Justo, pero Cristina no sabía cuánto tiempo estaría en la
cárcel, así que decidió que era necesario llevar el regalo y algo de comida a
su novio. Tenía la ilusión de que un presente por adelantado le sacaría al
menos una sonrisa en ese lugar. A veces, a Cristina le daba curiosidad la
condición de reos como Justo: “¿Cómo era estar ahí? ¿Qué sentían los presos? ¿Qué
le pasaba a uno cuando lo sentenciaban indigno de la luz del sol? Eso debía ser
peor que ir a la guerra”. Por supuesto, nunca quiso preguntárselo a él, pensaba
que él hablaría de ello cuando quisiese. Así que se quedaba con su pensamiento ingenuo:
por más bestias que fueran aquellos uniformados y aun preso, nadie podía dejar
de tratar a Justo como el caballero que era. Y él debía estar bien porque era
fuerte y querido, porque se sabía superior a esos hombres que no sabían lo que
hacían. Y los perdonaba.
Cristina llegó a
Investigaciones cerca del mediodía. Se había detenido en un bar cercano a
comprar unos sándwiches para Justo. Había envuelto la radio en papel madera y
la había metido en la bolsa de los sándwiches de modo que pasara desapercibida.
Quiso subir el primer escalón, pero un joven uniformado que la sorprendió por
su cara de corta edad se lo impidió.
-Vengo a traerle la
comida al Sr. Prieto.
A pesar de haber
tenido indicaciones de ser desagradable y cortante con quien trajera paquetes
para los presos, el joven la miró con dulzura, atontado por la expresión entre
triste y esperanzada de ella, y le respondió:
-Me vas a tener que
disculpar, señorita, pero tengo órdenes de revisar todo lo que le traen acá a
los detenidos.
Y así lo hizo. Vio
que en la bolsa había dos sándwiches y algo envuelto en papel.
-¿Qué es esto que
tiene papel?
-Una radio, no
quería que se ensuciara con comida.
El jovencito pensó
qué afortunado era el Sr. Prieto, “su gente se ocupa de él”. En el fondo, no
entendía bien por qué estaba preso.
Desde donde se
encontraba, Cristina podía ver las celdas que rodeaban el gran salón por el que
se entraba a aquel caserón antiguo. En ese mismo espacio había varios policías
jóvenes como el que la había atendido. En el medio, un señor de mediana edad
sin uniforme leía el diario. Luego de agradecer al jovencito y despedirse de
él, Cristina se quedó parada allí, al borde la escalera, esperando que le
entregasen la bolsa a Justo. El policía se dirigió hacia la izquierda con paso
apresurado. Cuando estaba a unos metros de la celda, el señor que leía levantó
la mirada del papel y lo detuvo:
-¡Pss! Erumi chéve
péa.
Cristina se asustó.
¿Qué malentendido podía haber? ¿Debía acercarse a hablar con el aquel hombre?
Quizá le enojó que ella no se presentara ante él, pero nadie le había dicho
nada sobre hacerlo. Entonces, para enmendar lo que al señor le habría parecido
una descortesía, decidió ir a hablarle. “Amar a tus enemigos”. “Amar a tus
enemigos”. Sin embargo, sólo pudo subir un escalón; porque nada más a unos
metros de sus ojos, aquel hombre sin uniforme tomó el aparato de la bolsa, le
sacó el papel que lo envolvía, lo miró, hizo un gesto de aprobación y dijo:
-Kóa che mba’erã.
Y sin querer
evitarlo, ese día, Cristina, además de frustración, indignación e impotencia,
sintió, por primera vez, odio.
- pyrague: espía, delator
- Erumi chéve péa: Traeme eso
- Kóa che mba’erã: Esto es para mí.
foto del ciberespacio, ¿habría sido así?