domingo, 6 de noviembre de 2011

De lo superficial a lo espiritual (la historia de alguien que dio de mamar)


La panza del embarazo es un imán para historias sobre la maternidad, sobre todo cuando se es tan joven, como yo. Durante nueve meses, muchas mujeres compartieron conmigo su sabiduría de madres. Sus experiencias me fascinaron y me reconfortaron, pero al mismo tiempo, me confundieron: las vivencias iban de lo más poético a lo más traumático. ¿Qué me tocaría a mí? Mi panza-imán y mis inquietudes –en todas sus variantes: desde las más superficiales a las más espirituales– crecieron a la par.  

En el extremo superficial de mis preocupaciones estaba el devenir de mi cuerpo. Había escuchado historias de mujeres que habían subido cuarenta kilos durante el embarazo y que nunca los habían bajado, de gente que nunca había recuperado la curvatura de su cintura…  Ya me veía yo teniendo que privarme de ciertas comidas, o peor, teniendo que hacer ejercicio físico. Esta preocupación fue la primera en desaparecer cuando nació Guillermo.

Con el bebé en brazo, entendí que la alimentación que importaba a partir de ese momento era la del nuevo ser (la mía, sólo en tanto que no perjudicara la suya). Si bien cada mujer con la que conversé tenía una opinión diferente sobre el uso del chupete, una manera distinta de bañar al bebé y una creencia aparte sobre los poderes mágicos del cordón umbilical; en el tema de la alimentación todas estaban de acuerdo: el mejor alimento para el bebé es la leche materna.


El doloroso principio
Así, por sugerencia de varios artículos y madres, luego de mi cesárea, les pedí a las enfermeras que le mantuvieran a Guille a mi lado, para alimentarle cuando lo necesitase, y que evitaran darle leche de fórmula. Mi convicción de que dar de mamar era lo mejor para el bebé fue fuerte hasta que intenté hacerlo. Nadie me había dicho que amamantar podía ser doloroso y frustrante; tanto, que de a ratos, pensaba que la leche de fórmula no debía ser tan mala después de todo y que tal vez habría sido la mejor opción… Pero no, si la leche materna era tan importante y si tantas mujeres y bebés lo hacían con aparente facilidad, valía la pena intentarlo un poco más. Tenía que ser una cuestión de práctica. Llegarían tiempos mejores.

Gordo, él. Flaca, yo
Felizmente, al cabo de dos semanas, Guillermo había agudizado sus sentidos y los festines se habían vuelto menos difíciles. A mí ya me habían pasado los dolores de la cirugía y había vivido un gran acontecimiento: mi ropa “normal” me entraba, y lo mejor de todo, no había hecho dietas ni ejercicio. Esto era obra y milagro de la naturaleza… los beneficios del amamantamiento se estaban volviendo perceptibles. No sólo volvía yo a mi forma normal, sino también Guille engordaba saludablemente. Y así, al cabo de un mes, mi hijo y yo habíamos establecido una relación óptima para la lactancia… y yo comenzaba a conocer las múltiples ventajas de dar de mamar.

Nada más práctico
Una de las primeras virtudes que le encontré a la leche materna fue la practicidad. Toda madre sabe el esfuerzo que significa preparar leche de fórmula: pues no se trata sólo de mezclar el polvo con el agua, sino de esterilizar biberones, entibiar el líquido, desechar el excedente… y ni hablar de lo incómodo que puede ser acarrear los ingredientes y los envases de la leche en polvo de aquí para allá. La leche materna está siempre disponible, lista para beber, directamente del envase y con la temperatura adecuada. Nada se le iguala en practicidad.

Leche personalizada
Con los meses también pude comprobar que los bebés amamantados casi nunca sufren de cólicos, de constipación o diarrea. Esto a su vez evita en buena medida el sarpullido causado por el pañal y la ingesta de medicamentos. Según dicen, esta virtud se debe a que la leche materna tiene todos los nutrientes que el lactante necesita y a que, además, el cuerpo de cada madre produce una leche que se ajusta a las necesidades específicas de su bebé. Esta prevención de cólicos, constipación y diarrea es una cualidad de la leche materna visible a corto plazo, pero también se ha comprobado que el bebé lactante es mucho menos propenso a desarrollar alergias y que adquiere anticuerpos que le protegen durante toda su vida.

El planeta, agradecido
También es reconfortante saber que cuando damos de mamar, contribuimos en el cuidado del medio ambiente. Son varios los impactos positivos del dar de mamar. Algunos de ellos son la reducción de basura (pues no se desechan envases) y la disminución de la emisión de dióxido de carbono (la que genera la producción de leche de fórmula). Que el mundo entero nos agradezca lo que hacemos puede ser verdaderamente gratificante.  

En el mundo material
Por último, no puedo dejar de mencionar que otra de las grandes ventajas que tiene la leche materna sobre la leche de fórmula es su gratuidad. Cuando escucho cuánto gastan algunos padres en leche (sin sumarle el costo de medicamentos comprados para solucionar los problemas ocasionados por el consumo de leche de fórmula) me doy cuenta de que la lactancia beneficia la salud del bebé y de la mamá, el medio ambiente y también el bolsillo.


Hoy Guillermo tiene siete años (¡y comparto con las panzas nuestra historia!). A veces, cuando le miro, me acuerdo de cómo pasó de apenas levantar la cabeza a permanecer sentado mientras jugaba con un sonajero. Durante sus primeros seis meses de vida, mientras él se alimentaba exclusivamente con leche materna, yo disfrutaba de todo lo que se pudiera comer; pues sabía que la grasa extra que ingería, mi cuerpo la usaría en la producción de leche. Así también, además de la felicidad que me daba la libertad glotona, experimenté una sensación de satisfacción emocional como nunca antes. Toda la inseguridad que me había podido generar la inexperiencia en asuntos de maternidad pronto se desvanecieron, puesto que comencé a percatarme de que yo –y solo yo– era la responsable del crecimiento sano de mi bebé. Hasta ahora, no dejo de sorprenderme de la manera en que la naturaleza logra acomodar lo físico y lo emocional luego del nacimiento de un nuevo ser: es un mecanismo perfecto, del que somos parte.  


Di de mamar un año… y conocí todos los beneficios de hacerlo. Así recuperé mi forma física. Así ahorré tiempo y dinero. Así disfruté de la salud de mi hijo. Así protegí el medio ambiente. Así experimenté, en mi propio cuerpo, la sabiduría de la naturaleza.



jueves, 3 de febrero de 2011

¡Brindemos! Hoy es 3 de febrero de 1989



Hace unos días llegó a manos de mi abuela una filmación de la mañana del 3 de febrero de 1989. Nos sentamos a verla juntas. En la mitad del video se encontró con su imagen y la de su marido, quienes se encontraban frente al Panteón agitando una bandera paraguaya. “Pará ahí” me dijo. Lo hice…y, además, también por orden de mi abuela, retrocedí la filmación una y otra vez, de modo que ella pudiera volver a ver su rostro y, más importante aún, el de su compañero. A la vigésima vez refunfuñé. “Es que vos no entendés…”, sentenció, “…éste fue el día más feliz de mi vida después del de mi casamiento”. En ese momento dejé pasar el comentario, pero más tarde, mientras recordaba las imágenes del día posterior al golpe, me detuve a pensar en qué sabía yo de la dictadura del Gral. Stroessner y del golpe que lo derrocó. En un principio, intenté recordar fechas, sucesos, datos estadísticos… pero finalmente, en lugar de todo ello, me vinieron a la mente anécdotas, frases, recuerdos de la familia. Reviví, por ejemplo, una breve conversación que tuve con mi abuela cuando caí en la cuenta de que entre 1954 y 1989 habíamos nacido mi mamá y yo: “Abu, mi mamá y yo nacimos durante el mismo gobierno”, le dije sorprendida ante mi hallazgo. Ella me miró fijamente y me corrigió: “No, nacieron durante la misma dictadura”.

Durante todo el día, seguí escarbando en mi memoria, encontré la historia de las diecisiete entradas a la cárcel de mi abuelo, la de los años en el exilio de mis bisabuelos, abuelos, madre y tías, la de las manifestaciones contra el régimen, la de los discursos del dictador que pasaban en la radio nacional... Escuché tantas anécdotas que podría pasarme horas escribiendo sobre ellas… una de ellas me causa particular gracia: Un 18 de octubre, mi abuela (lady como ella ninguna) no tuvo mejor idea que acompañar a la caravana de liberales que acudía al Panteón para rendir homenaje a los fundadores del Partido Liberal. Allí, los policías esposaron de inmediato a los líderes del grupo y se los llevaron al coche. En ese momento, un joven subió al capó de modo que el auto no siguiera camino. Inmediatamente, los policías comenzaron a golpearlo. Mi abuela, presente ante tamaña injusticia y en un esfuerzo por que suelten al joven, agarró a uno de los oficiales de los pantalones diciéndole: “Anínati, nde compatriota niko”. Lo tragicómico del asunto es que ese instante lo retrató un fotógrafo… y mi abuela pasó días preocupada por que en el diario saliera “la foto de la vieja agarrándole de los pantalones a un tahachi”.
Desde chica hasta ahora, además de anécdotas, he escuchado apreciaciones del gobierno despótico. Muchas de ellas han marcado la forma en que veo a las personas. Suelo escuchar, por ejemplo, “ese fulano que nunca apareció en ninguna manifestación ahora viene a hablar de democracia”… Me pongo en el lugar de mi abuela (que llevaba la plancha en la cartera durante las manifestaciones, por si tuviera que pegar a alguien) y aquellos fulanos que se jactan de demócratas pierden toda credibilidad. En otras palabras, tiendo a juzgar a las personas mayores a partir de la actitud que tuvieron durante aquellos treinta y cinco años de gobierno dictatorial.
Todo este indagar en mi memoria me llevó a descubrir que la dictadura es para mí -antes que un período histórico- una serie de anécdotas, apreciaciones y comentarios que escuché en miles de encuentros familiares y conversaciones con mi abuela. Debido a su cercanía temporal, no he tenido la oportunidad de estudiar dicho lapso de manera metódica. Por supuesto, me ha tocado aprender las causas del golpe que puso al dictador en el poder, las obras que ejecutó durante su dictadura, entre otros asuntos, pero los estudié como hechos aislados y de manera poco sistemática. Y si bien varios profesores de Historia me han afirmado que la dictadura sí puede estudiarse objetivamente, dudo que todos ellos puedan lograr la objetividad sobre dicho tema en sus clases.
Al final del día no me quedó más que aceptar que mi abuela tenía razón: no entiendo la dictadura… no tengo la edad suficiente para haberla vivido y recordarla -no sufrí el exilio, no fui a la cárcel, no me torturaron, no me callaron- ni tampoco puedo distanciarme de ella para estudiarla fríamente. Feliz de haber encontrado una causa a mi suerte de ignorancia, volví a mencionar el tema a mi abuela y le comenté sobre la conclusión a la que había llegado. La empatía de su respuesta me sorprendió: “Es lo que me pasaba a mí con la Guerra del Chaco… todos los días escuchaba las historias de papá mientras que en el colegio se estudiaban sólo algunas batallas”. Si bien con los años incrementó la bibliografía sobre la Guerra del Chaco y se la estudió casi reiterativamente en el colegio y en la universidad, dudo que mi abuela y yo hayamos leído sobre ella con la misma actitud. Así también, difícilmente pueda yo informarme sobre la dictadura de la misma manera en que lo hago sobre otro momento de la historia. Es probable que las siguientes generaciones no se encuentren en este limbo y puedan estudiar la dictadura como hoy estudiamos la Guerra del Treinta. Es probable que la objetividad y el método produzcan nuevos libros de historia y las anécdotas familiares se pierdan con los años… Es probable que esta pérdida sea el precio del entendimiento.
Por lo pronto, yo me quedo con las anécdotas, con la sangre en los ojos, con mi subjetividad, porque si bien no viví la dictadura ni la estudié, tuve la suerte de que me la hayan recreado personas que la sufrieron. Y gracias a ellas conozco el valor de la libertad y tengo una idea de lo que puede significar perderla. Gracias a ellas sé que nada justifica una dictadura… y esto es algo que no se aprende con libros ni datos históricos, sino con la transmisión de experiencias en la familia. Por ello, hoy digo que en el futuro, mientras en el colegio a mi hijo le enseñen fechas, antecedentes, consecuencias, nombres y biografías… yo le contaré la historia de mi abuela y el policía.

Hoy es 3 de febrero. Cayó Stroessner. Mi abuela y mi abuelo están celebrando en el centro de la ciudad. Me uno a ellos, más allá de la distancia y el tiempo. Hoy es 3 de febrero de 1989. Brindemos.