Si algo me enseñó la Lingüística
es a poner en duda toda afirmación sobre el lenguaje o los idiomas, venga esta
de expertos o no. Dirán algunos que esta es una actitud
arrogante, pero no, es todo lo contrario: así como el ser humildes nos ata a
afirmar algo solo si tenemos evidencias, también nos obliga a rechazar ideas
que no se sustenten en pruebas empíricas. Lo que viene a continuación no es un
rechazo a las opiniones que Fernández Bogado presentó en su texto Sordos y mudos, publicado en el diario
Última Hora en septiembre del 2014, es simplemente una invitación a analizar
dichas opiniones desde una perspectiva práctica.
La idea que me salta a los ojos cada vez que me topo con el artículo de Fernández Bogado es la
siguiente: “Un joven paraguayo hoy usa menos de 200 palabras para comunicarse
diariamente en un idioma con más de 50.000 términos”. Me impresiona que meses
después de su publicación, todavía se divulgue esta idea como portadora de la
absoluta verdad. ¿De qué estudio salió la cifra de 200 palabras? ¿Cuál fue el
instrumento que se utilizó para medir la cantidad de palabras que utiliza un
joven paraguayo diariamente? ¿El estudio se basó en el lenguaje hablado o
escrito? Si el estudio fue sobre el castellano, ¿se contaron solamente las
palabras que se encuentran en el diccionario de la Real Academia? De ser así,
¿por qué no se contaron los préstamos del guaraní? En Paraguay, más del 50% de
la población es bilingüe, ¿por qué entonces contaríamos las palabras que maneja
un joven paraguayo en un solo idioma?
Al parecer, las apreciaciones que se realizan de la capacidad comunicativa de los hablantes bilingües son siempre de substracción y no de suma. Con esa actitud, en una oración como Mi tía está pirevai, la palabra pirevai no solamente no sería parte del conteo (no sumaría) sino que implicaría el “desconocimiento” de la(s) palabra(s) malhumorada o de mal humor… y entonces restaríamos el número de palabras que conoce el hablante. ¿Con qué criterio descalificamos una palabra? ¿Por qué seguimos creyendo que el hablante bilingüe tiene que ser dos monolingües en uno? Aun sin tener respuestas a las preguntas que planteo acá arriba, la idea de que el joven paraguayo utiliza solamente 200 vocablos me parece sumamente difícil de creer. Primero, la psicolingüística nos propone que 200 palabras conforman el vocabulario estimado de un niño menor de tres años. Segundo, en un estudio sobre verbos en guaraní que estoy realizando, el promedio de la cantidad de verbos diferentes utilizados durante una hora de entrevista es de 150 por hablante… ¡sólo verbos… y sólo en una hora!
Al parecer, las apreciaciones que se realizan de la capacidad comunicativa de los hablantes bilingües son siempre de substracción y no de suma. Con esa actitud, en una oración como Mi tía está pirevai, la palabra pirevai no solamente no sería parte del conteo (no sumaría) sino que implicaría el “desconocimiento” de la(s) palabra(s) malhumorada o de mal humor… y entonces restaríamos el número de palabras que conoce el hablante. ¿Con qué criterio descalificamos una palabra? ¿Por qué seguimos creyendo que el hablante bilingüe tiene que ser dos monolingües en uno? Aun sin tener respuestas a las preguntas que planteo acá arriba, la idea de que el joven paraguayo utiliza solamente 200 vocablos me parece sumamente difícil de creer. Primero, la psicolingüística nos propone que 200 palabras conforman el vocabulario estimado de un niño menor de tres años. Segundo, en un estudio sobre verbos en guaraní que estoy realizando, el promedio de la cantidad de verbos diferentes utilizados durante una hora de entrevista es de 150 por hablante… ¡sólo verbos… y sólo en una hora!
Además de presentar el cálculo
lingüístico mencionado, en su artículo, Fernández Bogado vincula la supuesta
estrechez de vocabulario con la incapacidad de expresarse, con la baja
autoestima, con el suicidio, con el fracaso de la democracia, entre otros
problemas sociales. Si por un momento aceptáramos la propuesta de las 200
palabras como verdad, igual cabría preguntarse en qué consiste “la incapacidad
de comunicarse” y en qué medida esta está ligada al número de palabras que
maneja una persona. También podríamos cuestionarnos si en realidad esta
“sociedad del silencio que no puede expresar lo que le duele, lo que quiere, lo
que ambiciona” no es en realidad una sociedad que no quiere escuchar o una
sociedad que acepta como legítima solamente una manera de comunicarse.
Fernández Bogado menciona que en una convocatoria para cinco mil puestos de
trabajo, solamente el 10% de los candidatos pudo acceder al trabajo. Pero, ¿se
presentaron cinco mil candidatos? Si es así, ¿cuántos de ellos fueron
entrevistados en su lengua materna? En un país que se jacta de ser bilingüe,
¿por qué las entrevistas de trabajo se realizan en un solo idioma?
Antes de juzgar la capacidad de expresión de una persona, deberíamos juzgar nuestra capacidad como oyentes, es decir, conocer los prejuicios que, muchas veces, nos hacen culpar a los hablantes de nuestra incapacidad de comprenderlos. Con esto no estoy afirmando que no existan personas que hablen sin decir nada; tenemos pruebas de sobra de que sí las hay. Sin embargo, no me apresuraría en afirmar que el vacío de ciertos discursos tenga que ver con el lenguaje; creo que la relación se da más bien a la inversa: al no saber qué decir uno nunca encuentra las palabras. Y, por el contrario, cuando se conoce el mensaje que se quiere trasmitir, las palabras están al servicio de uno. Las recientes protestas de varios sectores de la sociedad son prueba de ello.
Antes de juzgar la capacidad de expresión de una persona, deberíamos juzgar nuestra capacidad como oyentes, es decir, conocer los prejuicios que, muchas veces, nos hacen culpar a los hablantes de nuestra incapacidad de comprenderlos. Con esto no estoy afirmando que no existan personas que hablen sin decir nada; tenemos pruebas de sobra de que sí las hay. Sin embargo, no me apresuraría en afirmar que el vacío de ciertos discursos tenga que ver con el lenguaje; creo que la relación se da más bien a la inversa: al no saber qué decir uno nunca encuentra las palabras. Y, por el contrario, cuando se conoce el mensaje que se quiere trasmitir, las palabras están al servicio de uno. Las recientes protestas de varios sectores de la sociedad son prueba de ello.
Finalmente, entiendo que el objetivo del artículo del Dr. Fernández
Bogado es alarmarnos sobre la crisis educativa de la sociedad paraguaya, que
catapulta a su vez otros tipos de crisis. Si bien es cierto que no necesitamos
mucha experiencia para darnos cuenta de que urge mejorar la educación en
Paraguay, partir de premisas falsas y de prejuicios no nos acerca al objetivo,
muy por el contrario, nos aleja de él. También sostengo que un cambio en la
educación tendrá que empezar por el rescate de lo positivo y no por el insulto.
Llamar a los jóvenes “simios que braman, envueltos en alcohol y en droga, a
quienes sólo les interesa el fútbol” no puede iniciar nada bueno. Además,
utilizar el calificativo “sordomuda” para referirse a una sociedad que no se
comunica es al mismo tiempo un insulto para la comunidad sorda y una
imprecisión: ser sordomudo no significa ser incapaz de comunicarse.
Estoy de acuerdo con el Dr. Fernández Bogado en que el futuro puede
ser nefasto, pero esto no se evitará agregando palabras “selectas” al
vocabulario de los jóvenes, sino fomentando la voluntad de escucharnos
mutuamente, con oídos (y ojos) a la vez críticos y optimistas.